Solemos pensar en la esclavitud como una práctica antigua, presente en civilizaciones como Grecia, Roma, Egipto y Mesopotamia. En épocas más recientes, la vinculamos a nuestro pasado colonial y al comercio transatlántico de esclavos: entre 1518 y 1867 más de 12 millones de personas fueron apresadas en las costas africanas y embarcadas por la fuerza con destino a América, donde fueron vendidas como esclavos para trabajar en plantaciones de azúcar, café o algodón. Un comercio de personas esclavizadas que mentalmente situamos en un periodo histórico previo al capitalismo y que damos por concluido felizmente con la abolición formal de la esclavitud en todos los países, durante el siglo XIX. España ostentó el triste mérito de ser el último país europeo en decretar su abolición en 1886.
Pero nada más lejos de la realidad; de hecho, se puede afirmar que, en números absolutos, hoy hay más personas esclavizadas que en cualquier otro momento de la historia la humanidad. Fue precisamente esa esclavitud transatlántica, y el sistema de plantaciones que surgió de ella, el factor determinante para la acumulación rápida y a gran escala de capital que posibilitó la transformación de la economía, financiera y tecnológica de la Inglaterra del siglo XVIII, dando paso a la Revolución Industrial. Los historiadores actuales evidencian cada vez más que la esclavitud no solo impulsó la Revolución Industrial, sino que estuvo en su centro de la formación del sistema capitalista. No se equivocaba Marx cuando afirmaba en el famoso capítulo XXIV de El Capital –en el que habla sobre la acumulación originaria– que «Si el dinero viene al mundo con manchas de sangre en la mejilla, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies».
Si nos atenemos a la definición de esclavitud dada por la Anti-Slavery International, una persona esclava es aquella sometida a trabajo forzado por otras con fines personales o comerciales, mediante la coerción y contra su voluntad. En algunos casos es difícil encontrar la delgada línea que separa esta definición de las condiciones del trabajo asalariado que surgieron de aquella Revolución Industrial y que, en muchos lugares del mundo, han pervivido a causa de la desigualdad y la pobreza que el propio sistema genera.
Las guerras actuales, hijas del imperialismo de saqueo y rapiña impuesto por Occidente a sus colonias, la globalización neoliberal y las crisis económicas agravadas a través de las deudas impagables, destruyen las bases de la vida material de grupos y sociedades enteras en aquellos países que llamamos del “sur global”, pero también en buena parte de las poblaciones de los países desarrollados, y crean los factores necesarios para la aparición de la esclavitud en pleno siglo XXI.
Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en el año 2021 había en el mundo casi 50 millones de personas en situación de esclavitud. De estas, 28 millones realizaban trabajos forzosos y 22 millones eran mujeres atrapadas por la trata de la explotación sexual o de matrimonios forzosos.
En lo que se refiere a la trata de personas y explotación laboral, son varios los factores que han favorecido la persistencia de este tipo de prácticas en las cadenas de suministro modernas. Entre ellos, la deslocalización de la producción que permite la contratación de productores en localizaciones remotas con regulaciones laborales menos estrictas y la subcontratación en cascada de los procesos productivos que reducen el control sobre los proveedores de niveles inferiores. Las grandes industrias del textil o la electrónica son un claro ejemplo de ello.
Cabe aquí recordar dos escándalos no muy lejanos que evidenciaron con claridad la esclavitud moderna en el siglo XXI: las denuncias, durante la década de los 90, a la compañía de ropa deportiva Nike por subcontratar la producción a fábricas en Camboya y Pakistán, donde se explotaba a mano de obra infantil en condiciones deplorables, con jornadas de hasta 16 horas diarias, siete días a la semana, y salarios irrisorios; y el desastre de Rana Plaza en Bangladesh. En abril de 2013, un edificio de ocho plantas en la ciudad de Dhaka, que albergaba múltiples talleres de confección subcontratados por marcas como Primark, Zara, El Corte Inglés o Mango, se derrumbó provocando más de 1.100 muertos. A pesar de que la causa fue el mal estado del edificio, el incidente puso de manifiesto la falta de medidas de seguridad y las penosas condiciones laborales y de hacinamiento de las personas empleadas.
El nuevo esclavismo en España
En el mal llamado “primer mundo”, la esclavitud contractual de personas migrantes pone de manifiesto cómo las relaciones laborales contemporáneas sirven para ocultar las nuevas formas de esclavitud.
En el Estado español el trabajo en importantes sectores como el agrícola, la construcción, o los cuidados recae en gran parte en mano de obra migrante. Este colectivo es más vulnerable al trabajo forzado y a otras prácticas de esclavitud moderna.
El caso de los frutos rojos onubenses.
Cerca de 100.000 personas – principalmente mujeres – acuden anualmente a esta región andaluza atraídas por una oportunidad laboral en una industria que es la principal productora de frutos rojos de Europa y que genera más de 1.000 millones de euros anuales. Sin embargo, muchas trabajadoras denuncian casos de explotación laboral, con largas jornadas de trabajo, sueldos por debajo del mínimo establecido y condiciones de vida precarias. Además, se han documentado abusos sexuales y situaciones de vulnerabilidad extrema por la falta de una vivienda digna, sin acceso a agua, electricidad o saneamiento.
Las trabajadoras del servicio del hogar.
Gabriela Poblet, en su libro Criadas de la globalización. Servicio del hogar, género y migraciones contemporáneas (Icaria Editorial), aborda la realidad de las nuevas criadas procedentes de América Latina, Marruecos o Rumanía que migraron a España, huyendo de la pobreza y otras formas de violencia, para buscar oportunidades y un futuro un poco mejor. Algunas bajo coacción, otras por decisión propia, pero todas empujadas por un sistema económico que las excluyó. Como mujeres migrantes de países empobrecidos no tuvieron otra opción que trabajar de sirvientas, chachas, niñeras o cuidadoras de personas mayores en hogares ajenos, con jornadas de 24 horas, sin derechos ni descansos.
Aquí aparecen las contradicciones derivadas de la Ley de Extranjería. En España, prácticamente el único país de Europa que tiene este modelo de arraigo social, se establece que al cabo de tres años de empadronamiento continuado te pueden hacer una oferta de trabajo y puedes acceder a la regularización. La posibilidad de lograr la regularización a través del servicio en el hogar se ha convertido en una perversión del sistema, que hace que las mujeres aguanten todo tipo de situaciones (explotación, precariedad absoluta, maltrato…) con la esperanza de que la familia empleadora les “haga los papeles”.
El racismo y la esclavitud contemporánea
La relación entre esclavitud y racismo es intrínseca. La creación de un sistema esclavista profundamente lucrativo en las colonias de América y el Caribe originó un discurso que justificaba la esclavitud basándose en la inferioridad racial, de las personas nativas primero y de las personas africanas después, extendiéndose finalmente a toda persona no europea. Esta construcción ideológica sirvió para justificar la explotación y la opresión, basándose primero en creencias religiosas y después en supuestos estudios científicos sobre diferencias morfológicas. Este discurso sobre las “razas inferiores” fue llevado al extremo por el régimen nazi del Tercer Reich. El racismo es, pues, la expresión actual de aquella ideología surgida para legitimar y mantener la esclavitud.
En la actualidad, la extrema derecha, apelando a esas construcciones racistas y vinculándolas con la delincuencia, promueve todo tipo de campañas contra la población migrante en general, y especialmente contra los migrantes menores de edad no acompañados, que son recibidos con una hostilidad que se justifica en nombre de la “civilización”.
La burguesía catalana y el esclavismo.
Hasta el 5 de octubre se puede visitar en el Museo Marítimo de Barcelona la exposición La Infamia. Una exposición que nos permite aproximarnos a la participación catalana en el tráfico transatlántico de personas cautivas para ser esclavizadas, y nos muestra hasta qué punto las fortunas amasadas, sobre todo en Cuba y Puerto Rico, con mano de obra esclava, sirvieron como base para los negocios comerciales e industriales tras el retorno de sus artífices al país, impulsando así el desarrollo de la Cataluña del siglo XIX.
La exposición ha sido comisariada por el historiador Martín Rodrigo Alharilla, uno de los investigadores que más a trabajado el tema en las últimas décadas, y que pone de manifiesto el importante alcance que tuvo dicha actividad, tanto en cuanto a los beneficios generados como al número de personas implicadas. El resultado de sus trabajos ha relevado el pasado “negrero” de ilustres apellidos de las sagas familiares más destacadas de la burguesía catalana y española.
No es casualidad que Martín Rodrigo coincida con a otros historiadores como Gustau Nerín, José Antonio Piqueras al afirmar que el proceso de industrialización catalán, asociado a la industria textil algodonera, es inseparable del tráfico de esclavos. Fábricas como el Vapor Vell de Sants, de Joan Güell i Ferrer, o La España Industrial de la familia Muntadas, al igual que buena parte de los inmuebles más emblemáticos de Ciutat Vella y del Eixample barcelonés, fueron levantadas con capitales procedentes principalmente de Cuba, cuando sus propietarios volvieron enriquecidos y con un espíritu especulativo para invertir sus fortunas en actividades comerciales, bienes inmuebles o proyectos industriales.
Hoy, parte de quienes integran las élites económicas y políticas de Catalunya, España y en general de Europa son descendientes de personas vinculadas directamente con el comercio y la explotación de mano de obra esclava. Una verdad incómoda que durante mucho tiempo ha sido primero ocultada, después negada y más tarde cuestionada con el falaz argumento de que “no se puede juzgar el pasado con los ojos del presente”, obviando que desde 1820 era una actividad ilegal y perseguida por la marina del Reino Unido y juzgada por los tribunales mixtos hispano-británicos, además de ser directamente rechazada por una parte de la población y el incipiente movimiento abolicionista.
Se sabe, por ejemplo, que durante el periodo de 1821-1845 el 23% de los barcos negreros capturados y juzgados por el tribunal de Sierra Leona eran catalanes y que, durante los casi 50 años que duró esta actividad ilegal (1820-1866), unos 600.000 africanos fueron desembarcados en las costas de Cuba, para trabajar en los ingenios azucareros. Unas cifras no menores para tratarse de una actividad ilegal. A pesar de ello, algunas de las personas implicadas y enriquecidas con dicha actividad, aún conservan nombre de calles, plazas y monumentos que glorifican su pasado como grandes emprendedores, en muchas pueblos y ciudades de la costa catalana y en la propia ciudad de Barcelona.
Para saber más:
España esclavista. «Inicio». Accedido 6 de julio de 2025. https://espanaesclavista.es/.
Nerín, Gustau. Traficants d’ànimes. Pòrtic visions. Barcelona: Pòrtic, 2015.
Poblet, Gabriela. Criadas de la globalización: Servicio de hogar, género y migraciones contemporáneas. Barcelona, Icaria 2024.
Rodrigo y Alharilla, Martín. Del olvido a la memoria: la esclavitud en la España contemporánea. Barcelona: Icaria, 2022.
Rodrigo y Alharilla, Martín, y Lizbeth J. Chaviano Pérez. Negreros y esclavos: Barcelona y la esclavitud atlántica (siglo XVI-XIX). Barcelona: Icaria, 2017.
Zeuske, Michael. Esclavitud: una historia de la humanidad. Pamplona: Katakrak, 2018.